El otro día, en torno a la mesa del Aspen Institute España, departíamos con el teniente general norteamericano (retirado) Douglas Lute, embajador de los Estados Unidos en la OTAN con el presidente Obama y asesor del presidente George W. Bush en las guerras de Irak y Afganistán. Departíamos con el general sobre las encrucijadas de nuestra historia reciente y sobre la importancia de reconocerlas como tales cuando uno las atraviesa. Porque las encrucijadas no se dejan capear como los temporales, ni ofrecen refugio posible: nos obligan a tomar decisiones, a cambiar de rumbo. Irrumpen en nuestras vidas de repente, como ocurrió cuando la caída del muro de Berlín en 1989 o hace dos años con la invasión rusa de Ucrania; y suelen encadenar tras de sí sucesivas réplicas a las que hay que hacer frente igualmente. Reconocer la naturaleza de las encrucijadas cuando ocurren nos ayudará a enfrentar con más éxito sus ramificaciones posteriores.
Fuera del escenario geopolítico, la irrupción más notable a la que hemos asistido quizá desde la invención de la imprenta es la de la inteligencia artificial (IA) regenerativa: hace apenas 18 meses, Chat GPT-1 entró en nuestras vidas, cual tromba de una avenida milenaria, manejando 117 millones de parámetros. Desde entonces hemos presenciado tres avenidas milenarias más: Chat GPT-2 con 1.500 millones de parámetros, Chat GPT-3 con 175.000 millones, y la versión 4 de pago que (se estima) utiliza más de ¡100 billones! (trillones americanos) de parámetros. Nunca hemos visto en la historia de la humanidad un crecimiento exponencial como éste. La famosa ley de Moore, que predecía la duplicación de la capacidad de procesamiento de los ordenadores cada dos años, palidece a su lado. Como ha dicho Elon Musk, en eficaz hipérbole, si Chat GPT mantuviera esta progresión de crecimiento, se haría muy pronto con toda la materia del universo.
«Existe un consenso general en que la revolución de la IA será un “experimento a escala planetaria” y que su impacto en el consumo de energía será muy importante»
Como todo gran terremoto, éste de la irrupción de la inteligencia artificial ha desencadenado múltiples réplicas, unas de mayor trascendencia que otras, pero todas muy útiles para vislumbrar los dilemas sobre el progreso de nuestra civilización que se nos irán planteando a lo largo de los próximos años. No sorprenderá al lector que traigamos a esta columna la encrucijada en la que la inteligencia artificial se encuentra con la energía. Parecerá prosaica al lado de consideraciones de mucho mayor alcance, como pudiera ser a qué nos dedicaremos los humanos cuando la IA haga todo mejor que nosotros. Pero si bien puede parecer prosaica, sin duda es también crucial. Sabemos que hoy día los centros de datos consumen el 1% de la energía eléctrica mundial, pero también sabemos que el tipo de “inferencias” o consultas que hacemos a Chat GPT consumen mucha más energía que una mera consulta en Google: hay estimaciones (ver Sasha Luccioni) que afirman que una sola inferencia en Chat GPT que implique el tratamiento de imágenes consumiría tanta energía como una carga completa de la batería de un smartphone. Sabemos también que la carrera entre los proveedores de IA consiste en ofrecer modelos cada vez más potentes, y que la eficiencia energética de sus microchips (los de la empresa Nvidia copan el 90% de la oferta) no es la primera de sus preocupaciones, sino su escasez en el mercado. Hay otros que ven en la apuesta por la energía nuclear de Microsoft (primer accionista de Chat GPT) un indicio de lo que está por venir. El propio Elon Musk lleva meses diciendo que la capacidad de generación eléctrica de los Estados Unidos no dará abasto el año que viene para atender la nueva demanda de servicios de IA. Aunque nadie es capaz de estimar el crecimiento de esta demanda ni siquiera a 12 meses vista, existe un consenso general en que la revolución de la IA será un “experimento a escala planetaria” y que su impacto en el consumo de energía será muy importante.
La irrupción de la IA en nuestra vida diaria nos confirma una vez más que el progreso de la civilización irá siempre de la mano de un mayor consumo de energía. Volvemos a la famosa escala de Nikolai Kardashev, que fijaba la relación estrechísima entre el avance de las civilizaciones y su creciente dominio de nuevas fuentes de energía. Sin embargo, unos de los pilares de la transición verde de la Unión Europea es la reducción de su consumo de energía final al 2030 en un 25% respecto del 2019, reducción a la que están obligados los Estados Miembros. El escenario Net Zero de la Agencia Internacional de la Energía también recoge como condición necesaria la reducción del consumo final de energía para 2050 respecto del 2022 en igual porcentaje. Ambas son visiones equivocadas sobre cómo avanzan nuestras sociedades. Una cosa es mejorar la eficiencia de nuestros procesos productivos y reducir la intensidad energética de nuestras economías, y otra muy distinta es reducir el consumo absoluto de energía. Si confiamos el éxito de la transición energética a la reducción del consumo de energía nos daremos de bruces por el camino, porque es un atajo intransitable. Esperemos que la nueva encrucijada en la que nos ha colocado la eclosión de la IA nos ayude a reformular la hoja de ruta al 2050, con soluciones que remen decididamente a favor del progreso de nuestras sociedades.